Diciembre de homenaje: Emilio Fernández Cordón y su”Adjetivo
asesino”
“El Adjetivo asesino” fue un taller
coordinado por Emilio Fernández Cordón, en distintos momentos y lugares de la
provincia. Durante el año 2014, tuvimos la maravilla de que el aula se
materializara en Trawün.
Transcribo
algunos conceptos vertidos en la invitación a participar del mismo:
“...Hay que
recordar que se tratará de un taller colectivo donde nos integraremos, y los
asistentes podrán compartir historias, inquietudes, sueños y literatura.
[...]En
atención a algunas consultas, aclaramos que las lecciones se extenderán hasta
el mes de diciembre, inclusive, del presente año. Allí, si podemos,
tramitaremos en Bs. As., excepto mejor oferta, la edición colectiva de una
Antología del Taller con los integrantes que deseen participar de la misma tal
como lo hicimos en otras oportunidades.
Si
no tenés idea de quién soy, por favor buscame en el Google.
Te
saludo muy cordialmente. el emilio “
Sin
embargo, la muerte consiguió seducirlo y “el emilio” no podrá continuar
acompañándonos, al menos en el plano material. Sí lo hará con sus enseñanzas y
su copiosa obra, que seguirán como derrotero para los que nos embarcamos en la
tarea de trenzar palabras a su vera.
En el
taller, si bien trabajamos sobre algunas reflexiones teóricas, en todo momento
estuvo presente la producción. Cada encuentro, una consigna y una tarea que
debía ser enviada al correo del profe, en archivos “.doc” -exigencia
ineludible-. Después, la respuesta con la minuciosa y exquisita corrección.
Pautas imprescindibles para forjar el oficio. Cómo abordar un texto: si con
mapa, es decir con la trama completa, o con brújula, en una suerte de
literatura del descubrimiento. También conceptos estrictos, como el que dio
origen al nombre del taller: “el adjetivo , cuando no da vida, mata”. O la
militancia decidida contra los gerundios y los adverbios de modo. La bandera de
economizar palabras. Y siempre la indicación de involucrarse en cuerpo y alma.
“Uno
escribe con sus sueños, sus angustias, éxitos, fracasos, pesadillas, dolores,
sensaciones, muertes, amores, etc., con lo que es uno escribe. Uno escribe con
lo que es”,
nos dijo un día. Y también: “Para escribir, para escribir bien,
hay que desgarrarse. Escribir con las tripas, las vísceras, las entrañas.
Contar es contarse. Escribir es escribirse.”
Por eso este puñado de cuentos es una manera de contarles y contarnos. Pero también es un homenaje al maestro, que propuso, desde un principio, hacer públicos estos trabajos. De modo más austero que en los sueños de “el emilio”, tejimos esta plaquette, con el deseo de que nos conozcan, de que nos disfruten.
Calle de infancia
Es posible que antes de ser calle haya sido
cauce o río seco que desaguaba lo llovido en las zonas más altas. Supe que “Los
pescadores” fue el nombre que me dieron en tiempos de la colonia, cuando las
lagunas de Guanacache tenían agua procedente del río Mendoza y en ellas se
pescaba. Entonces, yo era el camino que los pescadores andaban y desandaban.
Fui una gran avenida de
arcilla, inclinada al Este, flanqueada por hijuelas, rechonchas de algas, donde
las vecinas hundían los regadores para humedecer mi cuerpo reseco.
Me ha sido difícil aceptar
la progresiva mutación de mi pasado aborigen. Perder el aguaribay de fragancia
penetrante, la hierba del paño cortada con respeto chamánico para aliviar el
dolor, el adobe que era de mi misma entraña original.
Fue imposible modificar mi
destino de asfalto y boulevard, de moreras híbridas, de acequias estrechas
encorsetadas en cemento. Pero hay una identidad que no ha cambiado: ser
escenario.
En la eternidad de mi tiempo
yo soy dueña de las escenas: yo te sentí transitarme en la bicicleta de la que
te daba miedo caerte, por eso te bajabas cada vez que querías dar la vuelta. Yo
fui el surco por el que ibas y venías con tu amiga, aunada en la simbiosis,
cuando el reloj no apremiaba y las horas nunca eran suficientes para hablar de
todo y de nada. Yo fui cómplice de tus primeros besos, con ese chico del barrio
que a tu viejo le incomodaba porque alguna vez te descubrió llorando por el
mocoso ese que no merecía tu tristeza. Un día te vi cargar los bártulos para
iniciar tu vida independiente, de mujer joven que no necesitaba de marido para
tener proyecto propio, pagar sus cuentas y dejar de avisar a qué hora volvía.
También te vi llegar con el hombre elegido para anidar. Derribaste la casa
patriarcal en un intento de levantar la de tus hijos. Te vi llorar y soñar y
viceversa.
Hoy te veo nuevamente, con
la piel evolucionada. Como el reptil, has dejado la vieja cubierta deshabitada.
Venís con este nuevo personaje a mi escenario, a mirarme y tratar de
reconocerte, de hallarte en alguno de mis escondites. Pero yo te descubro inmediatamente, sé quién sos y a qué has
venido. Hace tanto que no me recorrías. Claro, volviste porque necesitabas una
historia, ¿no? Pues, ni pienso ayudarte…. ¡Ingrata!
Roxana Accomazzo
Atrapada
Yamila caminaba hacia la escuela con paso
rápido. Recordaba el práctico de Lengua que no había hecho y se llenaba de ira
a causa de solo pensar en los gestos de reprobación de su profesora. El tono
soberbio con el que se referiría a su incumplimiento. “Como siempre, Salcedo,
como siempre”, diría mientras registraba el uno con rojo en la planilla. “Esa
mina es un témpano… no le importa nada”. “Pero no se la voy a hacer fácil”.
“Igual, ya me la llevo”. “Si me delira… no me voy a quedar callada”.
La muchacha seguía su marcha
y rumiaba su odio hacia aquella mujer de hielo que un día le había dicho: “Te
aseguro que vos en mi lugar, harías lo mismo”. El ruido de una frenada
repentina y el posterior estruendo la sacaron del ensimismamiento. No salía de
su asombro. En la encrucijada, los dos automovilistas que hacía un instante
habían evitado atropellarla, habían impactado entre sí de frente.
La calle estaba solitaria. Solo ella y los dos automovilistas
desvanecidos o…. quién sabe. La joven se acercó y comprobó que uno de los
conductores era…“No puede ser”, dijo para nadie.
Corrió las tres cuadras que la separaban de la
escuela. Nadie la retuvo en la
entrada para registrar su tardanza. Llegó a su aula y al ingresar notó una
diversidad de miradas dirigidas hacia ella. Observó rostros decepcionados,
otros con muecas de resignación, otros con una sonrisa. Escuchó que sus
compañeros decían frases que no lograba relacionar con su presencia: “Vino”. O
peor: “¿Para qué vino?” O con mayor simpatía: “Creíamos que no venía”. Y el
obsecuente que nunca faltaba: “¿Va a pedir el práctico?”
Yamila se dio vuelta y
entonces vio un fantasma en el reflejo de la puerta vidriada. El reflejo se
movía si ella se movía. La imagen reflejada le devolvía su propia expresión de desconcierto, pero
en otro rostro. La figura altiva, longilínea, esbelta, estatua de hielo móvil
de su profesora de Lengua imitaba sus gestos de quinceañera mientras Yamila
quería llorar dentro de ese cuerpo que la asfixiaba.
Roxana Accomazzo
Un viejo libro
De
tapas blandas gris claro, con algunas ajaduras blancas irregulares
atravesándolas, el libro vino en un paquete de tres trocado con un librero
hippie de la Alameda. Lo traje porque me dio la opción de elegir el tercero y
me pareció el menos malo del resto, no por bueno.
Una vez
en casa lo tiré con los otros sobre la mesa desordenada. El viejo libro, como
si tuviera vida, salió de mi mano en una dirección diferente a la de los otros
dos -que cayeron pesadamente-, se abrió en el aire como lo harían las alas de
un pájaro mediano que quiere comenzar a volar, se desplazó con dignidad
planeando unos instantes y se depositó suave, en dos movimientos, en el asiento
de un sofá de cuero resquebrajado, quedando abierto con las hojas inclinadas
mirándome desde la base del respaldo.
Aunque
no había caído en el sentido cabal de la palabra, traté de no prestarle
atención y seguir con la rutina que me había propuesto. Un sutil vínculo atraía
mis pensamientos hacia él aunque no estuviera en una posición que me permitiera
observarlo.
Cuanto
más esfuerzo hacía para evitar esa atracción y dedicarme a mis asuntos, más
fuerza cobraba la relación entre nosotros y más difícil resultaba sacarlo de mi
cabeza.
En un
momento, cuando ya era imposible concentrarme en otra cosa, escuché un ruido
sordo y corto, y por el rabillo del ojo vi que las puntas de varias de sus
páginas se movían al compás insinuándose sobre el apoyabrazos cerca del
espaldar, como si conocieran mi debilidad. Giré con brusquedad y me apoyé en la
pared con ambas manos en alto, tratando de no ver, de no pensar.
Entonces
otro sonido llegó a mis oídos, volteé y observé por encima del hombro. La
tentación había desaparecido. La curiosidad no. El ambiente estaba demasiado
quieto, mudo. Me aparté de la pared, caminé rápido hacia él y lo vi cerrado en
el medio del asiento. Mis manos se juntaron en su dirección, las tapas las
tomaron y se aproximaron a mí. Sentí que me dejaba su lugar y me senté.
Después, cada página me fue leyendo con un placer prolongado, interpretándome,
hasta el amanecer.
Daniel Cinquemani
Y volvió a caer
Dudó, e
inmediatamente sonrió para sí y abrió el mail.
No era la primera vez que recibía uno tan
dulce y expresivo, pero el que escribía este había sido, desde el comienzo del
breve trato, tan espontáneo y tierno que parecía estar muy por encima de las
desilusiones y fracasos anteriores.
Entre
esas palabras y sus emociones había una inquietante sintonía, al punto que
reverberaban en su cerebro y le impedían controlar su entusiasmo y su memoria.
Así de inmensa era su necesidad de cariño.
En una
red de azucarados halagos él había anudado su deseo -el de dar el próximo paso,
el de conocerla- y, por supuesto, remarcado su necesidad de una relación
verdadera. Y lo había hecho en función de las respuestas de ella, de la tensión
que crecía lentamente en cada mail, golpeando con seguridad las teclas y
midiendo con la vara del instinto sus progresos.
Mientras
ella lo releía sus dedos acariciaban con deleite las teclas, suavizadas por el
afecto creciente en su corazón. Cuando terminó de repasar esas palabras por
sexta vez, lo único que su ilusión retuvo era “conocerla” y “relación
verdadera”. Nunca vio la red, y volvió a caer en ella.
Daniel Cinquemani
Huecos
Ayer un
hombre se metió en mi vida. Logró colarse por uno de esos huecos que dejan las
heridas. ¿Cómo sacarlo ahora… si ya vibra? ¿Cómo caminar mañana, de a dos, como
a la antigua? ¿Cómo evitar que las sonrisas me coman la cara de alegría? ¿Cómo
evitar que mis manos se vuelvan locas con caricias y abrazos al recorrerlo
todo? ¿Cómo evitar que este sueño no acabe muerto o destrozado y alimente otro
hueco de sideral tamaño?
Lo
delató el prejuicio, se desvió del camino concebido. Dejó las vergüenzas, el maltrato. Se corrió
de orilla. Se jugó el futuro. Poco que le queda, mucho que desea.
Le
bastó una tarde de melancolía, para verse solo, sin hipocresías.
Ahora
respira, hondo, sin fisuras. La vida le muestra… la sabiduría.
Completa
e inquieta mira hacia la calle. Docenas de ellas la dejan perpleja. Camina sin
rumbo. Mil tardes la alejan. Sola y sin ninguna se sienta en la arena. Sonríe
feliz de verse serena.
A la
nochecita, ve cómo se pierden sus contadas penas.
¿Y si
el cielo oscuro de repente cierra la luz de la mañana que apenas comienza? ¿Y si el cielo necio, deja que las
tardes se desaparezcan? Qué harás
con su inercia… permitir que acabe
con toda la nada o salir con ira y encerrarla fuerte hasta que comprenda que el
día la espera.
Se sorprende desnuda en el piso trece. Su voz
ya no sale, su pecho derrocha.
Él la
ve parada, inquieta, inmóvil. Ella reticente desliza la sábana y cierra su
mente.
Él se acerca lento, le ofrece su mano.
Ella lo sublima con mínimo aliento.
María del Carmen
Martínez
De besos…
¿Para
qué sirven los besos? Dice ella.. ¿Por qué causan desvelos? Dice él. Y siguen besándose y besándose,
empeñados en descubrir las respuestas.
Tironeaban
de la bufanda. Eran dos adolescentes jugando a la vida. Los ojos de ella derrochaban calidez de fuego, los
de él brillaban como espejos. Jugaban con sus fuerzas. No importaba ganar o perder. Los labios
relajados, las bocas entreabiertas, los alientos ardientes… Llegó el empujón. Fabricaron su primer beso.
María del Carmen Martínez
Creciente
silenciosa
De un
lado, las viviendas nacidas de amasar barro, paja y amor. Del otro, las vías
separadas por alambrada y cañaverales. De allí deslumbraban las piedritas que
la alquimia del tren quebrantaba en luces rojas, blancas, amarillas, verdes,
azules. Era allí que las cañas y nuestro oficio de niños enredaba sueños con
cobijos. La calle porfiaba el regreso al mate cocido, las gachas y los
menguados pucheros. En esta tierra siempre sedienta sucedió el diluvio y, una
noche de espanto, por mi calle avanzó en lento desgarro el cerro devenido lodo.
María Inés Villarreal
Tarde
Abro
el diario de mañana y, en la Sección Arte, leo la noticia de mi muerte.
El
columnista se explaya en mi talento, impactándome con facetas inexistentes,
invento coyuntural pero significativo. Hace poco gané un importante certamen
internacional.
En
necrológicas conozco la opinión de amigos y enemigos, percibiendo el silencio
doloroso de mi gente más cercana.
Me
sorprende la presencia insólita de mi primer amor, con un testimonio inesperado
de mi importancia en su historia.
Ya no
me sirve, pero descubro que la mayor parte de lo que era vital para mí, carece
de sentido.
Es
cuando lamento mi muerte y mi vida.
María Inés Villarreal
Fábula
Miles
de personas aclamaban su nombre. Gente de todas las edades reclamaban su
presencia.
Él
estaba lejos de allí, contemplando al ser amado en la cama, con la mueca
inequívoca del esfuerzo del último aliento.
No
entendía nada. Solo había sido otro momento de gozo pleno, incrementado con
alcohol y alguna pastilla.
Salió
al jardín bamboleándose, rastreando entre la neblina de su cerebro las razones
de esta sinrazón.
En el
esfuerzo por recobrar la lucidez, se lanzó a la pileta. El impacto repercutió
en su corazón y, lentamente, fue hundiéndose en la tibieza uterina.
Cuando
se produjo el escándalo por su ausencia en el espectáculo, sus amigos se
apresuraron a buscarlo.
Recorrieron
la casa completa y el jardín, pero… no había nadie.
María Inés Villarreal
Paradoja
El
domingo tenía ganas de pasear, y conduje hasta Villa de las Luces, donde
alquilé una cabaña.
No
entré porque quería recorrer antes el lugar. Me cobijé bajo los sauces, aspiré
los aromas de retamas y aguanieves, hilvané melodías con el susurro del agua.
Era la
naturaleza en su estado puro.
Me
desgajé del encanto, abrí la puerta y cientos de cucarachas volvieron a la
vida.
María Inés Villarreal
Pobre Rubén
Abrí los ojos. Sentí mi cuerpo inmóvil,
pesado como una bolsa de cemento. El reloj marcaba las dos de la tarde. Apoyé
mis manos sobre la mesa de luz, luego acomodé las piernas al costado de la cama
y con envión pude salir. En una silla
estaba el disfraz de hada madrina que había usado la noche anterior.
Caminé tambaleando hasta el baño. Prendí la luz. Tenía la cara con purpurina y
los ojos colorados. Agarré el jabón y lo froté sobre mi cara. Fui a la cocina.
Recordé el disfraz de emperador que llevaba puesto Rubén. Es el hombre que amo,
tengo que hablar con él, lo voy a perdonar, pensé.
La fiesta de disfraces para
despedir el año, fue en la casa de
Daniel, mi jefe. Era para los de la oficina, que eran casi treinta, con o sin
pareja, daba lo mismo. Las mujeres tenían que llevar algo para comer y los
hombres, la bebida. Yo llevé un pollo relleno y Rubén dos botellas de Malbec,
de las caras, esas que salen más de cien pesos y que solo se consiguen en las
vinerías. Elegimos la casa de
Daniel porque tenía jardín. Era el
dueño de la empresa donde trabajábamos y vivía solo. Entre las chicas
comentábamos que algo debía tener, porque no era feo, tenía plata y nunca nos
había presentado una novia.
Mientras preparaba café,
tocaron el timbre. Me restregué los ojos y miré por la ventana. Era Azucena. Le
abrí la puerta y me dijo:
-¡Al fin despertaste! Te
estuve llamando toda la mañana. Anoche, hiciste un papelón. No sé con qué cara
vas a ir a trabajar mañana.
-Tengo el estómago revuelto
y me duele la cabeza -le contesté.
-Te tendría que doler el
corazón. ¿Te acordás que mientras nos probábamos los disfraces me dijiste que
le ibas a decir a Rubén todo lo que sabías, que no te ibas a dejar engañar más,
que estabas cansada de hacerte la tonta? Yo te dije que no era el momento. No
me hiciste caso.
-¡Pobre Rubén! ¿Se lo dije?
-pregunté a Azucena.
-Hablaste demasiado.
-¿Y qué hizo Valeria?
-Se largó a llorar. Dijo que
jamás engañaría a una amiga. Que nunca estuvo con Rubén. Que estabas loca. Se
sacó la peluca y los collares que llevaba puesto y se fue.
-Así que se hizo la mosquita
muerta. Que se vaya al carajo. Lo único que me preocupa es Rubén.
-No creo que te quiera
volver a ver -agregó Azucena.
-¡Pobre Rubén! Tendría que
habérselo dicho a solas. Pero bueno, estaba cansada de ser una cornuda. Tampoco
me puede menospreciar. No soy tonta. Qué se cree, que puede andar con Valeria y
que yo no me voy a enterar. Todos los de la oficina lo sabían.
-No tendrías que haber dicho
lo otro -dijo Azucena.
-¿Dije algo más?
-Te lo tenías bien
guardadito al secreto. La que se hace la mosquita muerta, sos vos.
-No te entiendo.
-Rubén se volvió loco. Le pegó una trompada a Daniel. Se subió
al auto y se fue -dijo Azucena.
-¿No me digas que dije lo de
Daniel?
-Nunca me lo hubiera
imaginado de vos.
Nos quedamos en silencio.
Agarré el teléfono. Marqué el número del celular de Rubén. Estaba apagado.
Llamé a su casa. Me atendió su madre. Le pregunté por Rubén, me dijo que
pensaba que estaba conmigo, que anoche no había vuelto a dormir. Luego marqué
el número de Valeria, me dijo que no la molestara, le pregunté si sabía algo de
Rubén, me dijo que estaba durmiendo, que no lo iba a despertar y me cortó. Salí
de casa desesperada. Azucena me dijo que me tranquilizara, que no me volviera
loca. Me subí al auto, pasé los semáforos
en rojo hasta llegar a la casa de Daniel. Golpeé varias veces la puerta
de su casa. Por la ventana se asomó y me preguntó:
-¿Qué te pasa?
-Tengo que hablar con vos
-le respondí.
-No sé qué parte no entendés.
Fue una sola noche. Una sola, nada más. ¿Te quedó claro?
Luego, cerró la ventana.
Caminé como pude hasta el auto. Me apoyé sobre el capó y lloré.
Mónica Graciela López
Entre
Pasé
gran parte de mi existencia de habitación en habitación. Al principio sin
discriminar. Luego, solo residí en las que se orientaban hacia la izquierda,
aunque con posibilidades de abrir ventanas en distintas direcciones.
Estaba
en una de estas últimas, cuando asistí a la conferencia de un reconocido
filósofo. En un momento, el disertante dijo, que Nietzsche afirmó que si le
daban a elegir entre el afuera y el adentro, prefería el entre.
Volví a
mi habitación y me puse a reflexionar sobre el asunto. Decidí adherir a la
teoría y no solo con la razón, sino también con el cuerpo.
Desde
ese momento, comencé a vivir en el pasillo. Es decir, me instalé en el “entre”
de los cuartos. Acomodé los cachivaches y allí erigí una casa. Me costó darme
cuenta de la trampa. Pero un día, en el que disfrutaba de mi cómodo sillón, lo
entendí. El pasillo se había transformado en una habitación más.
No
soporté la contradicción, abandoné la estancia y salí a buscar otro “entre”.
Ahora
transcurro en corredores, rodeada de puertas y paredes. Lo llevo bastante bien,
si no fuera por los aullidos. Hasta en sueños escucho voces que cuestionan mi
determinación con palabras dulces-comprometidas-amables-hirientes. “No se puede
estar así”. “Vení, preparé postre”. “Entrá, necesitamos tu compañía, tus
abrazos”. “¡Dejá de perder el tiempo, hacé algo con tus días!”. Así, hora tras
hora, sin descanso.
Y a
veces sucumbo. No resisto la tentación y giro el picaporte. La paradoja
consiste en que, la mayoría de las veces, del otro lado no hay nadie.
Mariela Zobin
Frase hecha
Me
pidió que la ayudara a sentarse sobre la camilla improvisada. Ella apenas
despertaba del sueño artificial.
Aún
adormecida, se quejó. Yo la miraba desde lejos, como otra sombra en la penumbra
del quirófano también improvisado.
Llevó
las manos a su entrepierna. Luego, las levantó ensangrentadas.
Buscó
mis ojos y, con humor inocente, dijo: “Lo que mata es la humedad”.
Volvió
a palparse el sexo. Intentó repetir el eslogan absurdo con lo poquito de
aliento que conservaba, pero se desplomó. Sus dedos escurrieron las últimas
gotas de vida sobre el suelo descascarado. No alcanzó a cerrar los párpados.
Y yo,
atrincherado en mis oscuridades, no hice nada.
Mariela Zobin
Frase hecha 4
Ella
caminó sobre los precipicios de la geografía de su amado. Subió montañas escarpadas
y se lanzó en el despeñadero de sus besos, que le aceleraban el aliento.
Él
recorrió los dibujos de la piel de su adorada. Trepó las laderas y se hundió en
sus abismos.
Más
tarde, cabalgaron juntos hasta alcanzar la cima. Prontos, húmedos, ardientes,
lo hicieron todo.
Terminaron
estampados sobre las sábanas, como una cuidada ilustración del Kamasutra. “Amor
con amor, se paga”.
Mariela Zobin