jueves, 15 de enero de 2015

En diciembre homenaje a "el emilio" y su "Adjetivo asesino"


  Diciembre de homenaje: Emilio Fernández Cordón y su”Adjetivo asesino”

    “El Adjetivo asesino” fue un taller coordinado por Emilio Fernández Cordón, en distintos momentos y lugares de la provincia. Durante el año 2014, tuvimos la maravilla de que el aula se materializara en Trawün.
   Transcribo algunos conceptos vertidos en la invitación a participar del mismo:
   “...Hay que recordar que se tratará de un taller colectivo donde nos integraremos, y los asistentes podrán compartir historias, inquietudes, sueños y literatura.
   [...]En atención a algunas consultas, aclaramos que las lecciones se extenderán hasta el mes de diciembre, inclusive, del presente año. Allí, si podemos, tramitaremos en Bs. As., excepto mejor oferta, la edición colectiva de una Antología del Taller con los integrantes que deseen participar de la misma tal como lo hicimos en otras oportunidades.
  Si no tenés idea de quién soy, por favor buscame en el Google.
    Te saludo muy cordialmente. el emilio “
   Sin embargo, la muerte consiguió seducirlo y “el emilio” no podrá continuar acompañándonos, al menos en el plano material. Sí lo hará con sus enseñanzas y su copiosa obra, que seguirán como derrotero para los que nos embarcamos en la tarea de trenzar palabras a su vera.
   En el taller, si bien trabajamos sobre algunas reflexiones teóricas, en todo momento estuvo presente la producción. Cada encuentro, una consigna y una tarea que debía ser enviada al correo del profe, en archivos “.doc” -exigencia ineludible-. Después, la respuesta con la minuciosa y exquisita corrección. Pautas imprescindibles para forjar el oficio. Cómo abordar un texto: si con mapa, es decir con la trama completa, o con brújula, en una suerte de literatura del descubrimiento. También conceptos estrictos, como el que dio origen al nombre del taller: “el adjetivo , cuando no da vida, mata”. O la militancia decidida contra los gerundios y los adverbios de modo. La bandera de economizar palabras. Y siempre la indicación de involucrarse en cuerpo y alma. “Uno escribe con sus sueños, sus angustias, éxitos, fracasos, pesadillas, dolores, sensaciones, muertes, amores, etc., con lo que es uno escribe. Uno escribe con lo que es”, nos dijo un día. Y también: “Para escribir, para escribir bien, hay que desgarrarse. Escribir con las tripas, las vísceras, las entrañas. Contar es contarse. Escribir es escribirse.”

   Por eso este puñado de cuentos es una manera de contarles y contarnos. Pero también es un homenaje al maestro, que propuso, desde un principio, hacer públicos estos trabajos. De modo más austero que en los sueños de “el emilio”, tejimos esta plaquette, con el deseo de que nos conozcan, de que nos disfruten.


Calle de infancia

   Es posible que antes de ser calle haya sido cauce o río seco que desaguaba lo llovido en las zonas más altas. Supe que “Los pescadores” fue el nombre que me dieron en tiempos de la colonia, cuando las lagunas de Guanacache tenían agua procedente del río Mendoza y en ellas se pescaba. Entonces, yo era el camino que los pescadores andaban y desandaban.
    Fui una gran avenida de arcilla, inclinada al Este, flanqueada por hijuelas, rechonchas de algas, donde las vecinas hundían los regadores para humedecer mi cuerpo reseco.
  Me ha sido difícil aceptar la progresiva mutación de mi pasado aborigen. Perder el aguaribay de fragancia penetrante, la hierba del paño cortada con respeto chamánico para aliviar el dolor, el adobe que era de mi misma entraña original.
  Fue imposible modificar mi destino de asfalto y boulevard, de moreras híbridas, de acequias estrechas encorsetadas en cemento. Pero hay una identidad que no ha cambiado: ser escenario.
   En la eternidad de mi tiempo yo soy dueña de las escenas: yo te sentí transitarme en la bicicleta de la que te daba miedo caerte, por eso te bajabas cada vez que querías dar la vuelta. Yo fui el surco por el que ibas y venías con tu amiga, aunada en la simbiosis, cuando el reloj no apremiaba y las horas nunca eran suficientes para hablar de todo y de nada. Yo fui cómplice de tus primeros besos, con ese chico del barrio que a tu viejo le incomodaba porque alguna vez te descubrió llorando por el mocoso ese que no merecía tu tristeza. Un día te vi cargar los bártulos para iniciar tu vida independiente, de mujer joven que no necesitaba de marido para tener proyecto propio, pagar sus cuentas y dejar de avisar a qué hora volvía. También te vi llegar con el hombre elegido para anidar. Derribaste la casa patriarcal en un intento de levantar la de tus hijos. Te vi llorar y soñar y viceversa.
   Hoy te veo nuevamente, con la piel evolucionada. Como el reptil, has dejado la vieja cubierta deshabitada. Venís con este nuevo personaje a mi escenario, a mirarme y tratar de reconocerte, de hallarte en alguno de mis escondites.  Pero yo te descubro inmediatamente, sé quién sos y a qué has venido. Hace tanto que no me recorrías. Claro, volviste porque necesitabas una historia, ¿no? Pues, ni pienso ayudarte…. ¡Ingrata!
Roxana Accomazzo


Atrapada

Yamila caminaba hacia la escuela con paso rápido. Recordaba el práctico de Lengua que no había hecho y se llenaba de ira a causa de solo pensar en los gestos de reprobación de su profesora. El tono soberbio con el que se referiría a su incumplimiento. “Como siempre, Salcedo, como siempre”, diría mientras registraba el uno con rojo en la planilla. “Esa mina es un témpano… no le importa nada”. “Pero no se la voy a hacer fácil”. “Igual, ya me la llevo”. “Si me delira… no me voy a quedar callada”. 
     La muchacha seguía su marcha y rumiaba su odio hacia aquella mujer de hielo que un día le había dicho: “Te aseguro que vos en mi lugar, harías lo mismo”. El ruido de una frenada repentina y el posterior estruendo la sacaron del ensimismamiento. No salía de su asombro. En la encrucijada, los dos automovilistas que hacía un instante habían evitado atropellarla, habían impactado entre sí de frente.
  La calle estaba solitaria. Solo ella y los dos automovilistas desvanecidos o…. quién sabe. La joven se acercó y comprobó que uno de los conductores era…“No puede ser”, dijo para nadie.
    Corrió las  tres cuadras que la separaban de la escuela.  Nadie la retuvo en la entrada para registrar su tardanza. Llegó a su aula y al ingresar notó una diversidad de miradas dirigidas hacia ella. Observó rostros decepcionados, otros con muecas de resignación, otros con una sonrisa. Escuchó que sus compañeros decían frases que no lograba relacionar con su presencia: “Vino”. O peor: “¿Para qué vino?” O con mayor simpatía: “Creíamos que no venía”. Y el obsecuente que nunca faltaba: “¿Va a pedir el práctico?”
   Yamila se dio vuelta y entonces vio un fantasma en el reflejo de la puerta vidriada. El reflejo se movía si ella se movía. La imagen reflejada le devolvía su  propia expresión de desconcierto, pero en otro rostro. La figura altiva, longilínea, esbelta, estatua de hielo móvil de su profesora de Lengua imitaba sus gestos de quinceañera mientras Yamila quería llorar dentro de ese cuerpo que la asfixiaba.  
Roxana Accomazzo


Un viejo libro

   De tapas blandas gris claro, con algunas ajaduras blancas irregulares atravesándolas, el libro vino en un paquete de tres trocado con un librero hippie de la Alameda. Lo traje porque me dio la opción de elegir el tercero y me pareció el menos malo del resto, no por bueno.
        Una vez en casa lo tiré con los otros sobre la mesa desordenada. El viejo libro, como si tuviera vida, salió de mi mano en una dirección diferente a la de los otros dos -que cayeron pesadamente-, se abrió en el aire como lo harían las alas de un pájaro mediano que quiere comenzar a volar, se desplazó con dignidad planeando unos instantes y se depositó suave, en dos movimientos, en el asiento de un sofá de cuero resquebrajado, quedando abierto con las hojas inclinadas mirándome desde la base del respaldo.
       Aunque no había caído en el sentido cabal de la palabra, traté de no prestarle atención y seguir con la rutina que me había propuesto. Un sutil vínculo atraía mis pensamientos hacia él aunque no estuviera en una posición que me permitiera observarlo.
       Cuanto más esfuerzo hacía para evitar esa atracción y dedicarme a mis asuntos, más fuerza cobraba la relación entre nosotros y más difícil resultaba sacarlo de mi cabeza.
      En un momento, cuando ya era imposible concentrarme en otra cosa, escuché un ruido sordo y corto, y por el rabillo del ojo vi que las puntas de varias de sus páginas se movían al compás insinuándose sobre el apoyabrazos cerca del espaldar, como si conocieran mi debilidad. Giré con brusquedad y me apoyé en la pared con ambas manos en alto, tratando de no ver, de no pensar.
      Entonces otro sonido llegó a mis oídos, volteé y observé por encima del hombro. La tentación había desaparecido. La curiosidad no. El ambiente estaba demasiado quieto, mudo. Me aparté de la pared, caminé rápido hacia él y lo vi cerrado en el medio del asiento. Mis manos se juntaron en su dirección, las tapas las tomaron y se aproximaron a mí. Sentí que me dejaba su lugar y me senté. Después, cada página me fue leyendo con un placer prolongado, interpretándome, hasta el amanecer. 
Daniel Cinquemani

        Y volvió a caer

    Dudó, e inmediatamente sonrió para sí y abrió el mail.
   No era la primera vez que recibía uno tan dulce y expresivo, pero el que escribía este había sido, desde el comienzo del breve trato, tan espontáneo y tierno que parecía estar muy por encima de las desilusiones y fracasos anteriores.
   Entre esas palabras y sus emociones había una inquietante sintonía, al punto que reverberaban en su cerebro y le impedían controlar su entusiasmo y su memoria. Así de inmensa era su necesidad de cariño. 
    En una red de azucarados halagos él había anudado su deseo -el de dar el próximo paso, el de conocerla- y, por supuesto, remarcado su necesidad de una relación verdadera. Y lo había hecho en función de las respuestas de ella, de la tensión que crecía lentamente en cada mail, golpeando con seguridad las teclas y midiendo con la vara del instinto sus progresos.
   Mientras ella lo releía sus dedos acariciaban con deleite las teclas, suavizadas por el afecto creciente en su corazón. Cuando terminó de repasar esas palabras por sexta vez, lo único que su ilusión retuvo era “conocerla” y “relación verdadera”. Nunca vio la red, y volvió a caer en ella.
Daniel Cinquemani


Huecos

     Ayer un hombre se metió en mi vida. Logró colarse por uno de esos huecos que dejan las heridas. ¿Cómo sacarlo ahora… si ya vibra? ¿Cómo caminar mañana, de a dos, como a la antigua? ¿Cómo evitar que las sonrisas me coman la cara de alegría? ¿Cómo evitar que mis manos se vuelvan locas con caricias y abrazos al recorrerlo todo? ¿Cómo evitar que este sueño no acabe muerto o destrozado y alimente otro hueco de sideral tamaño?

  Lo delató el prejuicio, se desvió del camino concebido. Dejó  las vergüenzas, el maltrato. Se corrió de orilla. Se jugó el futuro. Poco que le queda, mucho que desea.
    Le bastó una tarde de melancolía, para verse solo, sin hipocresías.
    Ahora respira, hondo, sin fisuras. La vida le muestra…  la sabiduría.

     Completa e inquieta mira hacia la calle. Docenas de ellas la dejan perpleja. Camina sin rumbo. Mil tardes la alejan. Sola y sin ninguna se sienta en la arena. Sonríe feliz de verse serena.
      A la nochecita, ve cómo se pierden sus contadas penas.

    ¿Y si el cielo oscuro de repente cierra la luz de la mañana que apenas comienza?  ¿Y si el cielo necio, deja que las tardes se desaparezcan?  Qué harás con su inercia…  permitir que acabe con toda la nada o salir con ira y encerrarla fuerte hasta que comprenda que el día la espera.

     Se sorprende desnuda en el piso trece. Su voz ya no sale, su pecho derrocha.
      Él la ve parada, inquieta, inmóvil. Ella reticente desliza la sábana y cierra su mente.
    Él se acerca lento, le ofrece su mano. Ella lo sublima con mínimo aliento.
                                    María del Carmen Martínez

De besos…

       ¿Para qué sirven los besos? Dice ella.. ¿Por qué causan desvelos? Dice él.  Y siguen besándose y besándose, empeñados en descubrir  las  respuestas.

     Tironeaban de la bufanda. Eran dos adolescentes jugando a  la vida. Los ojos de ella derrochaban calidez de fuego, los de él brillaban como espejos. Jugaban con sus fuerzas. No  importaba ganar o perder. Los labios relajados, las bocas entreabiertas, los alientos ardientes… Llegó  el  empujón. Fabricaron su primer beso.
María del Carmen Martínez


Creciente silenciosa

     De un lado, las viviendas nacidas de amasar barro, paja y amor. Del otro, las vías separadas por alambrada y cañaverales. De allí deslumbraban las piedritas que la alquimia del tren quebrantaba en luces rojas, blancas, amarillas, verdes, azules. Era allí que las cañas y nuestro oficio de niños enredaba sueños con cobijos. La calle porfiaba el regreso al mate cocido, las gachas y los menguados pucheros. En esta tierra siempre sedienta sucedió el diluvio y, una noche de espanto, por mi calle avanzó en lento desgarro el cerro devenido lodo.
María Inés Villarreal

Tarde

     Abro  el diario de mañana y, en la Sección Arte, leo la noticia de mi muerte.
    El columnista se explaya en mi talento, impactándome con facetas inexistentes, invento coyuntural pero significativo. Hace poco gané un importante certamen internacional.
  En necrológicas conozco la opinión de amigos y enemigos, percibiendo el silencio doloroso de mi gente más cercana.
   Me sorprende la presencia insólita de mi primer amor, con un testimonio inesperado de mi importancia en su historia.
     Ya no me sirve, pero descubro que la mayor parte de lo que era vital para mí, carece de sentido.
     Es cuando lamento mi muerte y mi vida.
María Inés Villarreal

Fábula

    Miles de personas aclamaban su nombre. Gente de todas las edades reclamaban su presencia.
    Él estaba lejos de allí, contemplando al ser amado en la cama, con la mueca inequívoca del esfuerzo del último aliento.
   No entendía nada. Solo había sido otro momento de gozo pleno, incrementado con alcohol y alguna pastilla.
   Salió al jardín bamboleándose, rastreando entre la neblina de su cerebro las razones de esta sinrazón.
    En el esfuerzo por recobrar la lucidez, se lanzó a la pileta. El impacto repercutió en su corazón y, lentamente, fue hundiéndose en la tibieza uterina.
    Cuando se produjo el escándalo por su ausencia en el espectáculo, sus amigos se apresuraron a buscarlo.
    Recorrieron la casa completa y el jardín, pero… no había nadie.
María Inés Villarreal

Paradoja

   El domingo tenía ganas de pasear, y conduje hasta Villa de las Luces, donde alquilé una cabaña.
  No entré porque quería recorrer antes el lugar. Me cobijé bajo los sauces, aspiré los aromas de retamas y aguanieves, hilvané melodías con el susurro del agua.
    Era la naturaleza en su estado puro.
  Me desgajé del encanto, abrí la puerta y cientos de cucarachas volvieron a la vida.

María Inés Villarreal


Pobre Rubén

    Abrí los ojos. Sentí mi cuerpo inmóvil, pesado como una bolsa de cemento. El reloj marcaba las dos de la tarde. Apoyé mis manos sobre la mesa de luz, luego acomodé las piernas al costado de la cama y con envión pude salir. En una silla  estaba el disfraz de hada madrina que había usado la noche anterior. Caminé tambaleando hasta el baño. Prendí la luz. Tenía la cara con purpurina y los ojos colorados. Agarré el jabón y lo froté sobre mi cara. Fui a la cocina. Recordé el disfraz de emperador que llevaba puesto Rubén. Es el hombre que amo, tengo que hablar con él, lo voy a perdonar, pensé.
     La fiesta de disfraces para despedir  el año, fue en la casa de Daniel, mi jefe. Era para los de la oficina, que eran casi treinta, con o sin pareja, daba lo mismo. Las mujeres tenían que llevar algo para comer y los hombres, la bebida. Yo llevé un pollo relleno y Rubén dos botellas de Malbec, de las caras, esas que salen más de cien pesos y que solo se consiguen en las vinerías.  Elegimos la casa de Daniel porque tenía  jardín. Era el dueño de la empresa donde trabajábamos y vivía solo. Entre las chicas comentábamos que algo debía tener, porque no era feo, tenía plata y nunca nos había presentado una novia.
   Mientras preparaba café, tocaron el timbre. Me restregué los ojos y miré por la ventana. Era Azucena. Le abrí la puerta y me dijo:
  -¡Al fin despertaste! Te estuve llamando toda la mañana. Anoche, hiciste un papelón. No sé con qué cara vas a ir a trabajar mañana.
   -Tengo el estómago revuelto y me duele la cabeza -le contesté.
 -Te tendría que doler el corazón. ¿Te acordás que mientras nos probábamos los disfraces me dijiste que le ibas a decir a Rubén todo lo que sabías, que no te ibas a dejar engañar más, que estabas cansada de hacerte la tonta? Yo te dije que no era el momento. No me hiciste caso.
  -¡Pobre Rubén! ¿Se lo dije? -pregunté a Azucena.
  -Hablaste demasiado.
  -¿Y qué hizo Valeria?
 -Se largó a llorar. Dijo que jamás engañaría a una amiga. Que nunca estuvo con Rubén. Que estabas loca. Se sacó la peluca y los collares que llevaba puesto y se fue.
  -Así que se hizo la mosquita muerta. Que se vaya al carajo. Lo único que me preocupa es Rubén.
   -No creo que te quiera volver a ver -agregó Azucena.
 -¡Pobre Rubén! Tendría que habérselo dicho a solas. Pero bueno, estaba cansada de ser una cornuda. Tampoco me puede menospreciar. No soy tonta. Qué se cree, que puede andar con Valeria y que yo no me voy a enterar. Todos los de la oficina lo sabían.
  -No tendrías que haber dicho lo otro -dijo Azucena.
  -¿Dije algo más?
  -Te lo tenías bien guardadito al secreto. La que se hace la mosquita muerta, sos vos.
  -No te entiendo.
 -Rubén se volvió loco.  Le pegó una trompada a Daniel. Se subió al auto y se fue -dijo Azucena.
  -¿No me digas que dije lo de Daniel?     
  -Nunca me lo hubiera imaginado de vos.
  Nos quedamos en silencio. Agarré el teléfono. Marqué el número del celular de Rubén. Estaba apagado. Llamé a su casa. Me atendió su madre. Le pregunté por Rubén, me dijo que pensaba que estaba conmigo, que anoche no había vuelto a dormir. Luego marqué el número de Valeria, me dijo que no la molestara, le pregunté si sabía algo de Rubén, me dijo que estaba durmiendo, que no lo iba a despertar y me cortó. Salí de casa desesperada. Azucena me dijo que me tranquilizara, que no me volviera loca. Me subí al auto, pasé los semáforos  en rojo hasta llegar a la casa de Daniel. Golpeé varias veces la puerta de su casa. Por la ventana se asomó y me preguntó:
   -¿Qué te pasa? 
   -Tengo que hablar con vos -le respondí.
  -No sé qué parte no entendés. Fue una sola noche. Una sola, nada más. ¿Te quedó claro?
   Luego, cerró la ventana. Caminé como pude hasta el auto. Me apoyé sobre el capó y lloré.

Mónica Graciela López


Entre

   Pasé gran parte de mi existencia de habitación en habitación. Al principio sin discriminar. Luego, solo residí en las que se orientaban hacia la izquierda, aunque con posibilidades de abrir ventanas en distintas direcciones.
   Estaba en una de estas últimas, cuando asistí a la conferencia de un reconocido filósofo. En un momento, el disertante dijo, que Nietzsche afirmó que si le daban a elegir entre el afuera y el adentro, prefería el entre.
   Volví a mi habitación y me puse a reflexionar sobre el asunto. Decidí adherir a la teoría y no solo con la razón, sino también con el cuerpo.
   Desde ese momento, comencé a vivir en el pasillo. Es decir, me instalé en el “entre” de los cuartos. Acomodé los cachivaches y allí erigí una casa. Me costó darme cuenta de la trampa. Pero un día, en el que disfrutaba de mi cómodo sillón, lo entendí. El pasillo se había transformado en una habitación más.
  No soporté la contradicción, abandoné la estancia y salí a buscar otro “entre”.
  Ahora transcurro en corredores, rodeada de puertas y paredes. Lo llevo bastante bien, si no fuera por los aullidos. Hasta en sueños escucho voces que cuestionan mi determinación con palabras dulces-comprometidas-amables-hirientes. “No se puede estar así”. “Vení, preparé postre”. “Entrá, necesitamos tu compañía, tus abrazos”. “¡Dejá de perder el tiempo, hacé algo con tus días!”. Así, hora tras hora, sin descanso.
  Y a veces sucumbo. No resisto la tentación y giro el picaporte. La paradoja consiste en que, la mayoría de las veces, del otro lado no hay nadie.
Mariela Zobin


Frase hecha

   Me pidió que la ayudara a sentarse sobre la camilla improvisada. Ella apenas despertaba del sueño artificial.
  Aún adormecida, se quejó. Yo la miraba desde lejos, como otra sombra en la penumbra del quirófano también improvisado.
   Llevó las manos a su entrepierna. Luego, las levantó ensangrentadas.
Buscó mis ojos y, con humor inocente, dijo: “Lo que mata es la humedad”.
  Volvió a palparse el sexo. Intentó repetir el eslogan absurdo con lo poquito de aliento que conservaba, pero se desplomó. Sus dedos escurrieron las últimas gotas de vida sobre el suelo descascarado. No alcanzó a cerrar los párpados.
   Y yo, atrincherado en mis oscuridades, no hice nada.    
Mariela Zobin

Frase hecha 4

   Ella caminó sobre los precipicios de la geografía de su amado. Subió montañas escarpadas y se lanzó en el despeñadero de sus besos, que le aceleraban el aliento.
   Él recorrió los dibujos de la piel de su adorada. Trepó las laderas y se hundió en sus abismos.
 Más tarde, cabalgaron juntos hasta alcanzar la cima. Prontos, húmedos, ardientes, lo hicieron todo.
 Terminaron estampados sobre las sábanas, como una cuidada ilustración del Kamasutra. “Amor con amor, se paga”.

Mariela Zobin









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